jueves, 2 de agosto de 2012

VERANO DE CRISIS


El sol, de momento, sale todos los días, pero no calienta con la misma intensidad para todas las personas. Conclusión: estamos ante un verano atípico que cada cual organiza teniendo en cuenta la situación que le toca vivir. La crisis económica ha obligado a rediseñar planes y a buscar estrategias para intentar, pese a todo, ser un poco más feliz aprovechando lo poco que aún es gratis en nuestro país: el sol y la playa.

De Gijón a Ferrol, en un vagón de FEVE, se van sucediendo en mi mente recuerdos y vivencias asociadas a las estaciones y los apeaderos que voy dejando atrás.  Jorge Manríquez en las coplas a la muerte de su padre utilizaba la metáfora del cauce del río para describir la trayectoria de la vida humana. En el momento actual, a mí esa trayectoria se me antoja como un tren sin itinerario, ni estación definida a la que arribar, que va cargado de gente a la  que no le importaría que descarrilara.  Y es que de tanto utilizar puntos suspensivos se empieza a añorar la aparición de algún punto y aparte que dé sentido a nuestro presente y aporte un poco de esperanza a nuestro futuro.

El tren discurre por territorio asturiano y hace sus primeras pausas en distintos apeaderos: Veriña, Aboño, Xivares, Perlora, Candás, Regueral, Zanzarborní, Gudín… Es precisamente en este último, mientras contemplo por la ventanilla las instalaciones de Arcelor Mittall, donde me atrapan recuerdos asociados a mi infancia. En las playas de Gijón y Perlora, no sabría decir en cuál de ellas primero, tomé contacto por primera vez con la arena y el agua salada del mar. Tendría 7 u 8 años, luego nos situamos en finales de la década de los años 60. Era la época de la mesa, la sombrilla, las sillas de camping, la tortilla y los filetes empanados. Para mí siempre una fiesta y motivo de alegría.

Saltando al ritmo de las olas, haciendo castillos de arena, en definitiva gracias al lenguaje universal de los juegos infantiles hice mi primera amiga francesa. Hablábamos distinto, pero reíamos con la misma intensidad. Fue una amistad fugaz, lo que dura un verano, pero se quedó en el inventario de los recuerdos felices que nunca olvidas. Pienso en ella. ¿Seguirá viviendo en París? ¿Habrá votado a Holland? Yo no he votado a Rajoy, pero soy una víctima más de sus políticas.

Mis primeras jornadas infantiles de playa solían jalonarse con el ritual de cenar unas sardinas en Candás o en Gijón antes de regresar a la cuenca minera. Y es que eran tiempos difíciles, pero de conquistas. Gijón y Avilés eran más grises y sucias que ahora, pero había trabajo. La gente, año tras año, iba progresando y adquiriendo más bienestar social. Como diría la suegra de Azucena eran pasos pequeños, pero siempre hacia delante y para mejor. Hoy las ciudades son más ecológicas y medioambientales, pero la gente camina con  la tristeza que produce la resignación de aceptar que caminamos hacia atrás, siempre hacia un poco peor.

El tren arrancó a las 7.30 horas.  Son ya las 11.30 y acabo de sobrepasar Ribadeo. Me adentro en territorio gallego y de nuevo reaparece mi infancia. Ferrol, hacia donde me dirijo, y Betanzos son dos localidades de ese pequeño universo infantil que nunca has olvidado. Y lo son por anécdotas relacionadas con dos animales muy distintos: un perro y un besugo.

En Betanzos, siempre jugando con un montón de niños y niñas, me acerqué más de lo debido a un perro que estaba reglamentariamente atado y las consecuencias fueron bastante trágicas. Hubo que salir corriendo hacia el ambulatorio más cercano, me inyectaron la vacuna antitetánica y tuve que traer el brazo vendado el resto de las vacaciones.

Habíamos viajado a Galicia en aquel  SEAT-850 color verde botella, acompañados lógicamente de la sombrilla, la mesa, las sillas y una cocina de camping gas en la que mi abuela improvisaba suculentas comidas de verano en cualquier playa. Una tarde decidimos visitar el puerto de Ferrol para ver cómo entraban los barcos con el pescado. De regreso hacia el coche nos encontramos con un enorme besugo en el suelo que algún pescador había perdido por el camino. Ante la imposibilidad de devolverlo a su propietario y una vez comprobada la frescura del ejemplar, mi abuela improvisó una sabrosa cena con sabor a mar.

Eran tiempos de mirada infantil. Hoy son tiempos de mirada adulta y el destino me ha unido de nuevo a esta localidad gallega. Cuando vengo me alejo de los perros que no conozco y  no como besugo, me limito al caldo gallego, empanada, raxo, navajas, berberechos, mejillones o un simple bocadillo casero en la playa de Valdoviño. Los  lugareños dicen que siempre fue la de los pobres porque los más pudientes preferían otras del amplio litoral gallego. Y cuando les escucho suelo decirme: ahora entiendo porqué me gusta esta playa aunque el agua esté condenadamente fría….

Y, por el momento, aquí finaliza mi prosa de hoy que trata de ser intimista y transmitir el sabor agridulce del verano y la crisis. 

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