El sol, de momento, sale todos
los días, pero no calienta con la misma intensidad para todas las personas.
Conclusión: estamos ante un verano atípico que cada cual organiza teniendo en
cuenta la situación que le toca vivir. La crisis económica ha obligado a
rediseñar planes y a buscar estrategias para intentar, pese a todo, ser un poco
más feliz aprovechando lo poco que aún es gratis en nuestro país: el sol y la
playa.
De Gijón a Ferrol, en un vagón de
FEVE, se van sucediendo en mi mente recuerdos y vivencias asociadas a las
estaciones y los apeaderos que voy dejando atrás. Jorge Manríquez en las coplas a la muerte de
su padre utilizaba la metáfora del cauce del río para describir la trayectoria
de la vida humana. En el momento actual, a mí esa trayectoria se me antoja como
un tren sin itinerario, ni estación definida a la que arribar, que va cargado
de gente a la que no le importaría que
descarrilara. Y es que de tanto utilizar
puntos suspensivos se empieza a añorar la aparición de algún punto y aparte que
dé sentido a nuestro presente y aporte un poco de esperanza a nuestro futuro.
El tren discurre por territorio
asturiano y hace sus primeras pausas en distintos apeaderos: Veriña, Aboño,
Xivares, Perlora, Candás, Regueral, Zanzarborní, Gudín… Es precisamente en este
último, mientras contemplo por la ventanilla las instalaciones de Arcelor
Mittall, donde me atrapan recuerdos asociados a mi infancia. En las playas de Gijón
y Perlora, no sabría decir en cuál de ellas primero, tomé contacto por primera
vez con la arena y el agua salada del mar. Tendría 7 u 8 años, luego nos
situamos en finales de la década de los años 60. Era la época de la mesa, la
sombrilla, las sillas de camping, la tortilla y los filetes empanados. Para mí
siempre una fiesta y motivo de alegría.
Saltando al ritmo de las olas, haciendo
castillos de arena, en definitiva gracias al lenguaje universal de los juegos
infantiles hice mi primera amiga francesa. Hablábamos distinto, pero reíamos
con la misma intensidad. Fue una amistad fugaz, lo que dura un verano, pero se
quedó en el inventario de los recuerdos felices que nunca olvidas. Pienso en
ella. ¿Seguirá viviendo en París? ¿Habrá votado a Holland? Yo no he votado a
Rajoy, pero soy una víctima más de sus políticas.
Mis primeras jornadas infantiles
de playa solían jalonarse con el ritual de cenar unas sardinas en Candás o en Gijón
antes de regresar a la cuenca minera. Y es que eran tiempos difíciles, pero de
conquistas. Gijón y Avilés eran más grises y sucias que ahora, pero había
trabajo. La gente, año tras año, iba progresando y adquiriendo más bienestar
social. Como diría la suegra de Azucena eran pasos pequeños, pero siempre hacia
delante y para mejor. Hoy las ciudades son más ecológicas y medioambientales,
pero la gente camina con la tristeza que
produce la resignación de aceptar que caminamos hacia atrás, siempre hacia un
poco peor.
El tren arrancó a las 7.30
horas. Son ya las 11.30 y acabo de
sobrepasar Ribadeo. Me adentro en territorio gallego y de nuevo reaparece mi
infancia. Ferrol, hacia donde me dirijo, y Betanzos son dos localidades de ese
pequeño universo infantil que nunca has olvidado. Y lo son por anécdotas
relacionadas con dos animales muy distintos: un perro y un besugo.
En Betanzos, siempre jugando con
un montón de niños y niñas, me acerqué más de lo debido a un perro que estaba
reglamentariamente atado y las consecuencias fueron bastante trágicas. Hubo que
salir corriendo hacia el ambulatorio más cercano, me inyectaron la vacuna
antitetánica y tuve que traer el brazo vendado el resto de las vacaciones.
Habíamos viajado a Galicia en aquel
SEAT-850 color verde botella,
acompañados lógicamente de la sombrilla, la mesa, las sillas y una cocina de
camping gas en la que mi abuela improvisaba suculentas comidas de verano en
cualquier playa. Una tarde decidimos visitar el puerto de Ferrol para ver cómo
entraban los barcos con el pescado. De regreso hacia el coche nos encontramos
con un enorme besugo en el suelo que algún pescador había perdido por el
camino. Ante la imposibilidad de devolverlo a su propietario y una vez
comprobada la frescura del ejemplar, mi abuela improvisó una sabrosa cena con
sabor a mar.
Eran tiempos de mirada infantil. Hoy
son tiempos de mirada adulta y el destino me ha unido de nuevo a esta localidad
gallega. Cuando vengo me alejo de los perros que no conozco y no como besugo, me limito al caldo gallego,
empanada, raxo, navajas, berberechos, mejillones o un simple bocadillo casero
en la playa de Valdoviño. Los lugareños dicen
que siempre fue la de los pobres porque los más pudientes preferían otras del
amplio litoral gallego. Y cuando les escucho suelo decirme: ahora entiendo
porqué me gusta esta playa aunque el agua esté condenadamente fría….
Y, por el momento, aquí finaliza
mi prosa de hoy que trata de ser intimista y transmitir el sabor agridulce del
verano y la crisis.
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